viernes, 20 de febrero de 2015

Circulen, circulen. Aquí no pasa nada


Ante el ideal francés sin sentido de libertad, fraternidad y equidad respondemos con el realismo de la infantería, caballería y artillería alemanas.

Príncipe Bernhard von Bülow, 1870


El francés es un idioma fantástico, especialmente para insultar. Nom de dieu de putain de bordel de merde de saloperie de connard d'enculer ta mère. Es como azotar con un látigo de seda.

El Merovingio en "The Matrix Reloaded"



Aunque tanto el cine como la fotografía en color se generalizaron tras la IIª Guerra Mundial, como hemos visto más veces en este blog ya desde comienzos del s. XX y aún antes existían diversos sistemas para tomar fotografías en color. En lo tocante al cine también se implementaron en épocas tempranas de su desarrollo métodos toscos para dotar de colorido algunas películas, por ejemplo pintando a  mano los fotogramas o, durante los años 20, usando métodos de grabado y proyección que eran ya capaces de superponer dos colores y por tanto dotar de una cierta gama cromática, aunque fuese imperfecta, a las imágenes en pantalla. Esos sistemas eran carísimos, laboriosos, inestables y normalmente poseían defectos evidentes que impedían dotar de un coloreado totalmente natural y realista a las imágenes, por lo cual el blanco y negro se impuso claramente en el mundo del cine (además mudo) durante todo el primer tercio del s. XX.

No obstante si el cine sonoro se fue abriendo paso con celeridad a partir de 1927 en lo tocante al color las cosas también estaban a punto de cambiar a lo largo de los años 30 gracias al progresivo perfeccionamiento y difusión de sistemas como el Kodachrome y sobre todo el Technicolor empleado por la industria fílmica de los EE.UU. Basándose en este último sistema Hollywood impulsó el tránsito hacia el cine en color principalmente a partir de 1935, viraje que pareció consolidarse definitivamente en 1939 con el estreno de Lo que el viento se llevó y de El mago de Oz, mientras que por entonces en Gran Bretaña también comenzaba a planearse el rodaje de películas empleando esas técnicas. Sin embargo la IIª Guerra mundial y los consiguientes problemas de suministros químicos y de piezas mecánicas afectaron gravemente la sofisticada industria del naciente cine en color, por lo cual la mayoría de los directores volvieron al blanco y negro en los pocos países anglosajones donde se estaba intentando la transición. Debido a lo anterior el progreso hacia un cine en color tuvo que esperar al final de dicha guerra, consolidándose por fin la proyección de ese tipo de películas a lo largo de la década de 1950, a la vez que se globalizaban también la fotografía y poco a poco, asimismo, la televisión en color, ésta última de forma ligeramente más lenta.

Todo esto lo cuento como introducción a otra cuestión. El caso es que en los años 30, en Alemania, vivía un risible individuo contrahecho, retorcido y amargado, pero brillante en algunos aspectos, llamado Joseph Goebbels. Entre sus muchas obsesiones Goebbels se daba cuenta de que las guerras no solo se libran en los campos de batalla sino que suponen también choques culturales que se dilucidan en el campo de la propaganda y la confrontación de discursos retóricos. Además, aunque los nazis usaron sobre todo la radio, los carteles y la prensa como medios de propaganda de masas, Goebbels en concreto era consciente de que el lenguaje cinematográfico en particular poseía un gran potencial a la hora de consolidar en el subconsciente del público ideas, mentalidades, modos de vida, prejuicios o lealtades. Por ello albergaba la esperanza de convertir la industria cinematográfica alemana en algo parecido a la máquina propagandística que comenzaba a ser por entonces Hollywood. En base a ese objetivo el poseer la capacidad técnica de emplear imágenes en color era mucho mejor, por razones obvias, que verse limitado al blanco y negro. Por tanto, debido a todo ello, Goebbels puso mucho interés en que la industria química alemana le proporcionase medios de fijar y luego reproducir fotogramas en color.

domingo, 15 de febrero de 2015

El sexto hombre (III): Un hombre con tres huevos


 Un asno vivo es mejor que un león muerto, ¿no es así?. 

    Ernest Shackleton

 

 

 

En la Antártida, como en general en todo el hemisferio Sur, las estaciones están invertidas, cuando en el hemisferio Norte es otoño allí es primavera, cuando aquí es verano allí es invierno y al revés. Por eso el capitán Scott emprendió su intentona de alcanzar el Polo Sur en los meses que en Europa consideramos “invernales”, llegando a dicho lugar en enero de 1912, mientras Amundsen lo había hecho a su vez un poco antes, en diciembre del año anterior. Todo estaba planificado para lanzar el asalto en esa época del año que en aquellos lugares corresponde al verano, aunque obviamente en la Antártida durante esas fechas sigue haciendo frío. En concreto Scott durante su estival carrera hacia el Polo se encontró unas temperaturas entre los -18 °C y los -29 °C. Lo dicho, verano.

miércoles, 11 de febrero de 2015

El sexto hombre (II): Tras las montañas de la locura



         Venid, amigos míos.
         No es demasiado tarde para buscar un mundo nuevo.
         Zarpemos, y sentados en perfecto orden hiramos
         los resonantes surcos, pues me propongo
         navegar más allá del poniente y el lugar en que se bañan
         todos los astros del Occidente, hasta que muera.
         Es posible que las corrientes nos hundan y destruyan;
         es posible que demos con las Islas Venturosas,
         y veamos al gran Aquiles, a quien conocimos. 
         A pesar de que mucho se ha perdido, queda mucho; y, a pesar 
         de que no tenemos ahora el vigor que antaño 
         movía la tierra y los cielos, lo que somos, somos: 
         un espíritu ecuánime de corazones heroicos,
         debilitados por el tiempo y el destino, pero con una voluntad decidida 
         a esforzarse, buscar, encontrar y no ceder. 
(Extracto del “Ulysses” de Alfred Tennyson cuyos tres últimos versos se convertirían en el epitafio escogido por los supervivientes de la expedición Scott para sus compañeros muertos).

 

 

 

  Pese a lo que se suele creer en la Antártida hay montañas. Montañas muy altas que forman incluso cordilleras al completo, algunas de las cuales se interponen a su vez entre zonas de la costa y el interior. Así ocurría al menos con el territorio próximo al Mar de Ross, la zona de desembarco donde los británicos y los exploradores de otros países instalaron sus bases a principios del s. XX en su intento por adentrarse en el territorio. De cara a esto último, a partir de esas cabezas de playa lo siguiente era recorrer una elevada meseta que en algunas zonas próximas al litoral asciende a más de 2.500 metros de altitud y donde la sensación térmica es extrema. Para salir de ese infierno había que encontrar algún paso por el que penetrar entre las cordilleras montañosas que separan dicha altiplanicie costera del interior. A ese respecto la ruta abierta por Shackleton para acceder hacia el interior de la Antártida usaba los glaciares de la zona -en su caso el llamado glaciar Beardmore-, glaciares que aportaban un terreno llano el cual, abriéndose paso entre algunas de esas cimas, descendía suavemente hasta una llanura helada central en cuyo interior se encuentra el Polo Sur. En consecuencia el glaciar Beardmore fue también la puerta escogida por Scott para acceder al interior del continente helado y comenzar la última parte del viaje del que os he hablado en la entrada anterior.

viernes, 6 de febrero de 2015

El sexto hombre (I): La edad heroica



Siempre fallaste; no importa, inténtalo otra vez, falla mejor.

Samuel Beckett




De alguna forma hubo una época en que la Antártida estuvo maldita. En 1819 un barco español, el San Telmo, un navío de línea de más de 70 cañones en ruta hacia Perú durante las famosas guerras de Independencia de Latinoamérica, fue desviado hacia el Sur por una tormenta mientras recorría el llamado paso de Drake, una zona de mar entre América del Sur y la Antártida al Sur del Estrecho de Magallanes y el cabo de Hornos. Aquel enorme navío contaba con una tripulación de 644 personas a bordo. Jamás se las volvió a ver. De todas formas lo que les ocurrió es más o menos conocido en tanto que unos meses después un capitán de navío británico llamado William Smith tocó tierra en una helada isla cercana a la costa de la Antártida. Allí localizó restos del naufragio de “un navío español” en la costa Norte de la hoy llamada Isla Livingston. Según cuenta la leyenda el propio Williams pereció en aquel ignoto lugar y allí fue enterrado en un ataúd construido con la madera de los propios restos del barco perdido que había encontrado. Por si fuera poco los siguientes expedicionarios que cartografiaron aquellas aguas y consiguieron regresar con vida fueron el inglés James Weddell, que murió arruinado, y el francés Jules Dumont d´Urville quien poco después de volver de su viaje de exploración por la zona murió quemado vivo junto con su mujer y todos sus hijos debido a un trágico accidente. Irónico sin duda, sobrevivir al hielo para morir calcinado tras regresar a la seguridad del hogar. Lo que os digo; la Antártida estuvo maldita. Quizás aún lo está. 

No obstante, aunque cueste creerlo, buceando hacia atrás en el pasado se puede encontrar un tiempo remoto en que ese infierno fue un paraíso, como de hecho también ocurrió con el Sáhara aunque en momentos más recientes. La razón es que tanto la temperatura de la Tierra como la posición concreta de los continentes han variado con el tiempo y por tanto la historia geológica del pasado planetario nos ofrece sorpresas. Debido a ello hace unos 500 millones de años el continente antártico era un vergel vegetal situado más o menos a la altura del Ecuador. Sin embargo en ese momento inició su deriva hacia el Sur hasta quedar aprisionado en la posición extrema que hoy ocupa. Y peor aún, hace unos 35 millones de años quedó totalmente rodeado de agua, un océano por el que discurren corrientes frías que bloquean completamente el intercambio térmico con regiones más al Norte. De hecho es la Corriente Circumpolar Antártica quizás la mayor responsable de las bajas temperaturas que se llegan a dar en la zona desde hace unos cuatro millones de años, momento en que la vegetación y la vida fueron derrotadas definitivamente por la capa de hielo perenne que cubre la Tierra de la zona desde entonces, un hielo que ocasionalmente se extiende también a las aguas próximas.

El caso es que la Antártida que el hombre ha conocido es esa y solo esa. Una tierra desolada, durante mucho tiempo inaccesible y que, por ello, se mantuvo al margen de migraciones y exploraciones humanas hasta fechas realmente tardías. Fue descubierta a finales del s. XVI por marinos holandeses o bien a principios del s. XVII por el navegante hispano Gabriel de Castilla. No está claro. Pero las temperaturas extremas en la zona hicieron que incluso cuando África empezaba a dejar de ser un continente salvaje, a finales del s. XIX, la Antártida se mantuviese virgen, desafiante e inexplorada, una gigantesca incógnita alzada en las fronteras del mundo civilizado, dominado por la ciencia de los hombres. Debido a todo eso fue hacia ella a donde volvieron su mirada los últimos grandes exploradores románticos cuando la industrialización y la expansión del imperialismo por el planeta amenazaban con dejar a los grandes aventureros de la época sin objetivos o metas, sin lugares por descubrir ante ellos, una vez que casi todas las selvas, ríos y mares de la Tierra contaban ya por entonces con una cartografía cada vez más precisa.

   Pues bien, a lo largo de esta entrada y otras dos más que la seguirán voy a intentar contaros la historia de cómo un puñado de esos exploradores intrépidos intentó domar el continente helado a fuerza de voluntad, cómo y por qué fracasaron, y sobre todo os voy a ir desgranando poco a poco la historia a veces conmovedora, a veces ridícula, de uno de ellos, el penoso y lamentable último testigo de una aventura imperecedera. Repudiado y despreciado, el haber sobrevivido a la tragedia paradójicamente se convirtió en su penitencia.

Ese hombre era Cherry Garrard. Él será nuestro guía en esta historia. La información habitualmente disponible sobre él es bastante genérica. En Internet o en las enciclopedias habituales se menciona que participó en la expedición a la conquista del Polo Sur del capitán Scott, que sobrevivió a la misma, y que años después describió sus experiencias en un libro que oficialmente “permanece como un clásico de las historias de aventuras”. Pero ese retrato general no hace justicia a su historia, la cual mezcla hasta tal punto lo dramático y lo ridículo que la mayoría de los autores prefieren pasar de puntillas sobre esto último. Yo por el contrario pienso recrearme especialmente en ello.

De esa forma, para intentar desentrañar la trayectoria vital de nuestro “héroe”, tal vez es mejor empezar por el hecho que marcó su vida. Veamos. En esencia Garrard pasó a la historia como el hombre que hacía excursiones en trineo alrededor de un depósito llamado gráficamente “Una tonelada" (de comida) situado a 18 kilómetros de donde el capitán Scott y los últimos miembros de su equipo se murieron de hambre y agotamiento atrapados en su tienda por una tormenta. Garrard a la espera del retorno del capitán Scott en vez desplazarse a su encuentro decidió regresar al campamento base porque le preocupaba la salud de sus perros.

Años después de aquello Garrard contó su particular visión de dichos acontecimientos en ese libro que “permanece como un clásico de las historias de aventuras”. Al libro lo llamó directamente El peor viaje del mundo y en realidad dedica buena parte del mismo no al intento definitivo de conquista del Polo Sur por parte de Scott y su grupo sino a narrar sus propias experiencias durante una salida del campamento base que Garrard realizó unos meses antes de los hechos en busca de huevos de pingüino. Más adelante Garrard nos explica cómo durante dicho viaje sintió tanto terror “que casi me da miedo ahora irme a dormir”, cómo nunca volvió a celebrar la Navidad tras regresar de la Antártida, cómo se destrozó la dentadura de tanto castañetear los dientes por el frío, o el disgusto que se llevó cuando en el transcurso de la expedición se tuvo que comer un poni que le habían asignado (uno de los errores de Scott durante su expedición fue confiar preferentemente en ponis -no como los actuales, sino pequeños caballos de Manchuria o Islandia acostumbrados al frío- para acarrear suministros en vez de en trineos tirados por perros). Además gracias a los escritos de Garrard -el cual además padecía diarrea crónica- sabemos también lo que se siente (o más bien no se siente) al cagar a cincuenta grados bajo cero (y sin papel higiénico a mano).

Visto así. Apsley Cherry Garrard se nos presenta como un aventurero bastante particular. Inmediatamente surge la pregunta: ¿qué diantres hacía en la Antártida con el capitán Scott este peculiar individuo que perdió la virginidad a los 53 años y que durante la IIª Guerra Mundial llevó ante los tribunales a los cuerpos de la Defensa Local británicos por negarle su derecho a desfilar en zapatillas?.

Intentemos explicarlo.

lunes, 2 de febrero de 2015

La carrera de la muerte



 El hombre experimenta cierta necesidad en arriesgar su piel sin otra razón que hacerlo mejor que otro. Es uno de los raros puntos en los que nos diferenciamos de otras especies.

Enzo Ferrari


                                                    


Hoy no tengo demasiado tiempo así que me voy a limitar a contaros una historia relativamente simple y ambientada, como otras entradas que ya he escrito para este blog, en los orígenes de las competiciones de motor.

A comienzos del s. XX ese era un mundo todavía bastante novedoso como lo era asimismo la propia difusión social de automóviles y motocicletas, salvo quizás en los EE.UU. Mientras tanto, en Europa, el país puntero en cuanto a la celebración de las primeras competiciones oficiales de ese tipo era Francia. 

Dicho esto, concretamente a comienzos de 1903, el Automobile Club de France en asociación con el Automóvil Club de España (y en este caso bajo el auspicio entusiasta del joven rey español de entonces, Alfonso XIII) decidió organizar una competición de velocidad que habría de discurrir entre París y Madrid a lo largo de 1.300 km. divididos en tres etapas, con Burdeos y Vitoria de puntos intermedios entre las dos grandes capitales. En cada una de esas etapas, que serían cronometradas, los pilotos competirían por tiempos, partiendo unos detrás de otros según un orden aleatorio, con dos minutos de diferencia entre cada salida de un participante.